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Mientras tanto, enviando cartas desde la ciudad del viento

lunes, 30 de mayo de 2011

El centro del mundo

En el centro del mundo nada es como parece pero todo es como se presenta ante tus ojos. Las ideas, vestidas de luces de neón, son inalcanzables, pequeñas estrellas fugaces en un mundo paralelo, etéreo y catártico.
Abro los ojos y todo son ventanas que suben hasta el cielo, vidas que aspiran a un poco más. Inhalo alcantarillas humeantes para sentirme más cosmopolita, más alienado, más neandertal.

En el centro del mundo el sol sale a las diez de la mañana, y en según que calles. Hay quienes viven en la infinita sombra, cobijados de ese mal incierto, endémico y tecnológico que infecta a todos y del que no puedes escapar.

Los billetes juegan al monopoli dejando en un rincón al cobre, latón y hojalata dorada, devaluando su precio hasta el último bolsillo donde se pierden las monedas que nunca se usarán. La gratuidad, que juega al despiste, se disfraza de propina a cambio de la mejor de las sonrisas.

En el centro del mundo los infieles hacen colas en los teatros para purgar sus pecados por un puñado de dólares. Los reverendos vociferan al ritmo del góspel y los ángeles se visten de corto enseñando más de lo que permiten las escrituras. Mefistófeles, vestido de vendedor ambulante en cualquier esquina, reparte folletos y pasquines. La dieta de la manzana ya pasó.

No nos engañemos, no es fácil entrar en el centro del mundo. El billete a la libertad vale más que un potosí, y la Estatua rampante y marina se afloja la corona para enseñarte el corazón cuando te ve llegar. Es así de puta, sí.

En el centro del mundo uno, y haciendo la pelota por una vez, se siente libre. No hay mejor remedio para la tristeza del alma. Todo se arregla con un perrito caliente, una cerveza y una sesión de rayos uva con la mirada perdida y la conciencia encontrada. Las horas, en ese estado de clímax extrasensorial, abandonan su destino pasándose a la aguja de los minutos mientras recibes flashes y chisporroteos al son de las pantallas.

Ver el centro del mundo a vista de pájaro no tiene precio. Es más, están de rebajas, se puede subir al cielo de noche y lanzarte desde las azoteas entre un bullicio y zumbido ensordecedor observando como la vida viaja en áureos taxis, bombeando un sístole y un díastole dinámicos e irrefrenables, la vida misma. Es, sin duda, lo mejor que se puede hacer en el centro del mundo.

Los prejuicios se olvidan y no hay lugar para la decepción, que seguramente cogió un billete a Bruselas, o a Milán. Todo cambia una vez allí. Con los pies en el asfalto y la humedad a flor de piel. Con la pituitaria debatiéndose entre el pakistaní de la esquina y la colonia de Abercrombie and Fitch. Con los oídos cantando melodías entre pitidos y músicos ambulantes. Con la mirada perdida en avenidas infinitas. Con las grasas saturadas entre pan y pan.

Y no diré más.

¿Vuelves conmigo al centro del mundo?