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Mientras tanto, enviando cartas desde la ciudad del viento

viernes, 26 de agosto de 2011

A journal for a dreamer


Era una noche de conversaciones a motor apagado. De esas que empiezan en punto muerto, al ralentí, pero piden a gritos los silencios de las ventanillas bajadas, de los cigarros sofocados. Los asientos rezumaban entonces olores indescriptibles y, con las palabras mudas y los ojos brillantes, las ideas fluían en una danza humeante con la clara intención de solucionar un mundo endémico de amor, de vida, de compasión.

Había habido cervezas con sabor a reencuentro en la plaza donde todos vivimos alguna vez pero donde solo unos pocos se besaron bajo las farolas. Que, por añadir algo más, eran pocas, pero bonitas. Quizá hubo algo más de lo esperado y se echaron en falta historias para no dormir, pero está claro que, de algún modo u otro, las musas corrían por las venas.

Las colillas, que latían sobre el asfalto esperando una nueva chispa en los ojos, un giro en la conversación, asistían como testigos a ese cómplice testimonio. De vez en cuando se avivaban alimentadas con cartillas de racionamiento y los dos personajes, ajenos al milagro candente que ocurría sobre la brea y la pintura, se miraban, pacientes, esperando encontrarle sentido a todo ese cóctel de desorden neuronal.

Soñaban entonces y las lumbres corrían atizadas emitiendo pequeños zumbidos luminosos como si de una sístole y una diástole se tratara, jugando en perfecta armonía con las palabras acertadas. La radio, que hasta entonces había permanecido en sigilo mimetizada con medias onduladas, chisporroteó emitiendo un pitido ahogado, cansada de tanto humo y de tanta promesa.

Bajó del coche sin mirar hacia atrás. Las llaves entraron a la primera y los dedos buscaron teclas en los bolsillos. Dudó, por un momento, en encender la ventana hechizante, pero los pies le llevaron a luchar sin tregua con los desvelos. Era, después de todo, una noche para dar vueltas. Quizá las palabras estaban enfermas de píxeles y la solución estaba al alcance de una pluma y un tintero, pese a que nunca le gustó su letra.

Quizás fue una señal, o quizás no. Pero algo estaba claro.

Fue el regalo perfecto.