Abrió la maleta un día después de lo permitido,
pero nadie miraba, así que se tomó esa licencia con los tiempos a corto plazo. La
ropa húmeda abrió las esencias de ese equipaje desacertado desde su origen: eucalipto,
lluvia, sol, arena, playa, rocas, algas y el más azul de los mares. No era un
mal recuerdo, pensó.
Llegaron mojados, los dos solos, confiando en que
el resto de los tripulantes de ese vagón de tercera lograran arrebatarle la
cena al mar. La madera crepitó dando la bienvenida y el orvallo, demasiado tardío
para la ocasión, invitó a que los dos extraños pasasen a esa cabaña del fin del
mundo.
Nada podía ser mejor, sonaba la vida en pausado galego en una tarde más para ellos ,pero de libro de aventuras para los recién
llegados. El posadero tomó el papel de barman y anfitrión y el vino blanco se
encargó del resto. Solo las palabras enrarecidas por el humo del viejo hornillo
que aliviaba la sed de los hambrientos y las miradas complacientes de los del lugar
levantaban ese velo embrujado que adormilaba a los forasteros. Se podía fumar
los días de lluvia, así que no se podía pedir más.
Afuera, más allá de los cristales que apenas
encajaban con la madera desvencijada y que sufrían la tempestad, el fin del
mundo les esperaba. La niebla sobre las dunas mojadas, las últimas olas
lamiendo la orilla, sus sueños mezclados con quimeras de salitre. Las miradas
perdidas en las gotas que corrían por las ventanas brillaban con cada nuevo
testimonio y las carcajadas y confesiones se alzaron protagonistas, sabedoras de que ese sempiterno instante no pasaría más allá de los goznes oxidados que asomaban en la puerta de entrada.
Poco a poco, el conjuro fue apagándose hasta que la
espuma de las jarras se quedó sin compañía. Pagaron lo debido y fueron
nombrados caballeros, y con los bolsillos vacíos pero el alma rebosante partieron por donde habían llegado, en silencio, buscando la lumbre uno, papel
y lápiz el otro, notando el triunfo del momento bajo la piel de gallina.
Volvieron por carreteras perdidas sintiendo que el silencio era el mayor homenaje posible.
La culpa, pensaron, debió de ser de la lluvia.