Crujía el mimbre bajo la sábana mojada. La ducha había sido fría, la historia, acompasada.
Todo aconteció como era de esperar, nada se salió del cauce y los meandros, con tiempo libre permitido, aprovecharon para zurcir las horas del desamor.
Cúpido voló sobre el nido del cuco y el cierzo, ungulado patrón de las horas de espera, buscaba en sus rachas acunar al serval.
Volvía a casa al precio de dos setercios más un maravedí, sin propina esta vez, y las críticas acabaron siendo mofas, burlas finas, disumuladas. Se sentaron al acecho de las buenas ideas y al calor de la lumbre y el pan.
Él, como siempre, mordaz y somardón, comentaba los últimos hechos desde el punto de vista que hasta ahora nadie había tenido en cuenta. Cauteloso y mundano, agorero y tenor, mordía migajas de la desdicha, clamaba las odas de esa entelquia rampante acechante de las mentes brillantes, de esa dulzura del corazón.
Qué más daba si Ouagadougou era capital de Burkina Desfaso, si sonaban los Beatles en la llamada en que las mañanas, perdidas de sueños y durmiendo en las alas del calefón, alguien comentaba, sin mala intención, que el mundo era joven y ameno, que a nadie le importan los lunes al sol.
El lenocinio tras las cortinas de acento latino llamaron las gracias y su atención, pero qué remedio, la bondad no se compra y no te precio. No cabe duda, él era un genio.
Sin homenajes, sin más remedios, se fue a su casa cantando a Baviera del este que no durmiera en las noches, que se montara en el tren de ilusiones que venden los niños en mercadillos de chapas.
Que la sonrisa en tinieblas, danzando al son de un ritmo engañoso, de un grado entre hielos, no era la que merecía. La que deseaba.
Al fin y al cabo, era una noche más.
Y él era un genio.
Cúpido voló sobre el nido del cuco y el cierzo, ungulado patrón de las horas de espera, buscaba en sus rachas acunar al serval.
Volvía a casa al precio de dos setercios más un maravedí, sin propina esta vez, y las críticas acabaron siendo mofas, burlas finas, disumuladas. Se sentaron al acecho de las buenas ideas y al calor de la lumbre y el pan.
Él, como siempre, mordaz y somardón, comentaba los últimos hechos desde el punto de vista que hasta ahora nadie había tenido en cuenta. Cauteloso y mundano, agorero y tenor, mordía migajas de la desdicha, clamaba las odas de esa entelquia rampante acechante de las mentes brillantes, de esa dulzura del corazón.
Qué más daba si Ouagadougou era capital de Burkina Desfaso, si sonaban los Beatles en la llamada en que las mañanas, perdidas de sueños y durmiendo en las alas del calefón, alguien comentaba, sin mala intención, que el mundo era joven y ameno, que a nadie le importan los lunes al sol.
El lenocinio tras las cortinas de acento latino llamaron las gracias y su atención, pero qué remedio, la bondad no se compra y no te precio. No cabe duda, él era un genio.
Sin homenajes, sin más remedios, se fue a su casa cantando a Baviera del este que no durmiera en las noches, que se montara en el tren de ilusiones que venden los niños en mercadillos de chapas.
Que la sonrisa en tinieblas, danzando al son de un ritmo engañoso, de un grado entre hielos, no era la que merecía. La que deseaba.
Al fin y al cabo, era una noche más.
Y él era un genio.
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