Mientras tanto, enviando cartas desde la ciudad del viento
sábado, 3 de septiembre de 2011
Hope lost
viernes, 26 de agosto de 2011
A journal for a dreamer
Era una noche de conversaciones a motor apagado. De esas que empiezan en punto muerto, al ralentí, pero piden a gritos los silencios de las ventanillas bajadas, de los cigarros sofocados. Los asientos rezumaban entonces olores indescriptibles y, con las palabras mudas y los ojos brillantes, las ideas fluían en una danza humeante con la clara intención de solucionar un mundo endémico de amor, de vida, de compasión.
Había habido cervezas con sabor a reencuentro en la plaza donde todos vivimos alguna vez pero donde solo unos pocos se besaron bajo las farolas. Que, por añadir algo más, eran pocas, pero bonitas. Quizá hubo algo más de lo esperado y se echaron en falta historias para no dormir, pero está claro que, de algún modo u otro, las musas corrían por las venas.
Las colillas, que latían sobre el asfalto esperando una nueva chispa en los ojos, un giro en la conversación, asistían como testigos a ese cómplice testimonio. De vez en cuando se avivaban alimentadas con cartillas de racionamiento y los dos personajes, ajenos al milagro candente que ocurría sobre la brea y la pintura, se miraban, pacientes, esperando encontrarle sentido a todo ese cóctel de desorden neuronal.
Soñaban entonces y las lumbres corrían atizadas emitiendo pequeños zumbidos luminosos como si de una sístole y una diástole se tratara, jugando en perfecta armonía con las palabras acertadas. La radio, que hasta entonces había permanecido en sigilo mimetizada con medias onduladas, chisporroteó emitiendo un pitido ahogado, cansada de tanto humo y de tanta promesa.
Bajó del coche sin mirar hacia atrás. Las llaves entraron a la primera y los dedos buscaron teclas en los bolsillos. Dudó, por un momento, en encender la ventana hechizante, pero los pies le llevaron a luchar sin tregua con los desvelos. Era, después de todo, una noche para dar vueltas. Quizá las palabras estaban enfermas de píxeles y la solución estaba al alcance de una pluma y un tintero, pese a que nunca le gustó su letra.
Quizás fue una señal, o quizás no. Pero algo estaba claro.
Fue el regalo perfecto.
domingo, 24 de julio de 2011
LOWCOST
Rabia contenida, deshilachada.
Jirones de un acorde ahogado entre los mares de luces de neón que no llegaron a estallar.
Lamentables efemérides vestidas de grupis sin efectivos, de dj’s de carmesí.
Bandas corruptas de poperos de todoacién.
Bailarines sin miedo, saltimbanquis sobre la cuerda floja.
Tralla, mucha tralla.
Pulseras cohibidas de un ritmo del desamor.
Me fui con el barro pintando mis piernas y las ganas ahogadas en tickets de usar y tirar.
Los aspersores, taimados infantes de un juego de adolescentes, hicieron de las suyas, y los más despiertos jugaron sobre el césped recién cortado.
Los charcos nadaban las faldas morenas al son de los mercenarios y la música, atronadora, eléctrica, aplastante, colosal, teñía las horas del albor.
Allí quedaron los colores, las risas, los sueños, las niñas.
Se perdieron, esta vez, mis baldosas amarillas.
domingo, 17 de julio de 2011
Niñeras
Niños, oigan. Niños de todas las edades. De todos los sabores y de todas las marcas. Niños pelotudos, de la concha de tu madre. Niños aztecas con cara telenovela y nombre de repostería. Niños gringos, niños de calle los Andes esquina con Machu Pichu. Niños del sur, niños del norte. Niños de todas partes.
Niños malcriados y niños adorables. Niños que no saben por dónde les da el aire. Niños recién salidos del Serenguethi y que te sorprenden un día sí y un día también. Niños sociales, niños tímidos, niños a mares.
Niños que te persiguen, niños que se te escapan. Niños que estarían mejor si a la cama los ataras. Niños traficantes, maleantes. Niños y más niños con infinidad de nombres. Niños amantes.
Niños esquivos, escapistas. Niños de los de “érase un niño a un monitor pegado”. Niños mágicos, trapecistas de la sociabilidad. Niños buenos, niños sin maldad.
Y ante los niños, niñeras. Mayordomos, babysitters, domadores de pequeñas fieras. Caza terroristas de hotel de cuatro estrellas siempre a la última moda. Expertos en el arte de dorar la aspirina infantil. Paseadores de canes de Central Park vestidos de verde y negro y unidos en Montanya.
Niñeras digo, niñeras a saldo con disponibilidad 24 horas a su servicio. Niñeras que saltan, niñeras que gritan, niñeras que lloran, niñeras que te llevan de la mano a ser feliz y te vigilan mientras golpeas a tus esperanzas y corres detrás de tus sueños. Niñeras que duermen poco, que beben de más. Niñeras que te montan un circo en apenas dos minutos, con una sonrisa en los ojos, sin esperar nada a cambio, sin necesidad de disfraz.
Niñeras novatas y edulcoradas, niñeras forradas de ilusión. Niñeras vetustas, curtidas y ajadas. Niñeras sapientes, niñeras sin alas. Niñeras al cien por cien. Niñeras por las mañanas. Y por las noches. Y por las tardes. Qué coño, niñeras.
Se dice que han cumplido con creces pero siempre se puede mejorar. O eso dicen, al menos, el jefón y el jefe.
Con estos niños, y estas niñeras, la vida sonríe, no se puede negar. Nos vemos pronto, y gracias por escuchar.
P.d: Ya empiezo a echar de menos el Montanya.
domingo, 12 de junio de 2011
De vuelta
Cúpido voló sobre el nido del cuco y el cierzo, ungulado patrón de las horas de espera, buscaba en sus rachas acunar al serval.
Volvía a casa al precio de dos setercios más un maravedí, sin propina esta vez, y las críticas acabaron siendo mofas, burlas finas, disumuladas. Se sentaron al acecho de las buenas ideas y al calor de la lumbre y el pan.
Él, como siempre, mordaz y somardón, comentaba los últimos hechos desde el punto de vista que hasta ahora nadie había tenido en cuenta. Cauteloso y mundano, agorero y tenor, mordía migajas de la desdicha, clamaba las odas de esa entelquia rampante acechante de las mentes brillantes, de esa dulzura del corazón.
Qué más daba si Ouagadougou era capital de Burkina Desfaso, si sonaban los Beatles en la llamada en que las mañanas, perdidas de sueños y durmiendo en las alas del calefón, alguien comentaba, sin mala intención, que el mundo era joven y ameno, que a nadie le importan los lunes al sol.
El lenocinio tras las cortinas de acento latino llamaron las gracias y su atención, pero qué remedio, la bondad no se compra y no te precio. No cabe duda, él era un genio.
Sin homenajes, sin más remedios, se fue a su casa cantando a Baviera del este que no durmiera en las noches, que se montara en el tren de ilusiones que venden los niños en mercadillos de chapas.
Que la sonrisa en tinieblas, danzando al son de un ritmo engañoso, de un grado entre hielos, no era la que merecía. La que deseaba.
Al fin y al cabo, era una noche más.
Y él era un genio.
domingo, 5 de junio de 2011
lunes, 30 de mayo de 2011
El centro del mundo
En el centro del mundo el sol sale a las diez de la mañana, y en según que calles. Hay quienes viven en la infinita sombra, cobijados de ese mal incierto, endémico y tecnológico que infecta a todos y del que no puedes escapar.
Los billetes juegan al monopoli dejando en un rincón al cobre, latón y hojalata dorada, devaluando su precio hasta el último bolsillo donde se pierden las monedas que nunca se usarán. La gratuidad, que juega al despiste, se disfraza de propina a cambio de la mejor de las sonrisas.
En el centro del mundo los infieles hacen colas en los teatros para purgar sus pecados por un puñado de dólares. Los reverendos vociferan al ritmo del góspel y los ángeles se visten de corto enseñando más de lo que permiten las escrituras. Mefistófeles, vestido de vendedor ambulante en cualquier esquina, reparte folletos y pasquines. La dieta de la manzana ya pasó.
No nos engañemos, no es fácil entrar en el centro del mundo. El billete a la libertad vale más que un potosí, y la Estatua rampante y marina se afloja la corona para enseñarte el corazón cuando te ve llegar. Es así de puta, sí.
En el centro del mundo uno, y haciendo la pelota por una vez, se siente libre. No hay mejor remedio para la tristeza del alma. Todo se arregla con un perrito caliente, una cerveza y una sesión de rayos uva con la mirada perdida y la conciencia encontrada. Las horas, en ese estado de clímax extrasensorial, abandonan su destino pasándose a la aguja de los minutos mientras recibes flashes y chisporroteos al son de las pantallas.
Ver el centro del mundo a vista de pájaro no tiene precio. Es más, están de rebajas, se puede subir al cielo de noche y lanzarte desde las azoteas entre un bullicio y zumbido ensordecedor observando como la vida viaja en áureos taxis, bombeando un sístole y un díastole dinámicos e irrefrenables, la vida misma. Es, sin duda, lo mejor que se puede hacer en el centro del mundo.
Los prejuicios se olvidan y no hay lugar para la decepción, que seguramente cogió un billete a Bruselas, o a Milán. Todo cambia una vez allí. Con los pies en el asfalto y la humedad a flor de piel. Con la pituitaria debatiéndose entre el pakistaní de la esquina y la colonia de Abercrombie and Fitch. Con los oídos cantando melodías entre pitidos y músicos ambulantes. Con la mirada perdida en avenidas infinitas. Con las grasas saturadas entre pan y pan.
Y no diré más.
¿Vuelves conmigo al centro del mundo?
viernes, 15 de abril de 2011
Saudade
Nunca puso las cosas donde en su sitio debían estar. Confiaba, aun a sabiendas de cometer un irremediable error, en que la Diosa fortuna apareciere. Le gustaba jugar con los tiempos verbales y sonar elocuente, genuino, letal. Pedante de morfinas edulcoradas. Señor de pedanías de las mejores sinestesias.
A veces, dubitativo. Tremebundo y ramplón, lacónico de sus ironías, callaba. Maldecía también. Erraba. Cansado de las desdichas de aquel que en silencio calla. Dormido de las penumbras que deslumbran esas chicas al pasar. Soñaba.
En ocasiones se ahogaba en el orvallo de las primeras luces. Desconectaba las alambradas y se tumbaba a ver las ovejas contar en números primos. Le gustaba pensar, entonces, que era especial. Que los acordes sólo sonaban a corcheas cuando rumia tu falda a mi vera.
De cuando en vez, y de vez en cuando, bebía. Ahogaba sus ilusiones en boletos de feria andaluza, en picante de papa arrugá. En apóstrofes egoístas de un público sordo y dormido, en arengas de un ojalá.
Últimamente, se hacía mayor. Sorteaba los guijarros de los créditos de libre elección y veía los vestidos de moda cada vez más vintage. Pedía siempre Brugal añejo y Gin-Tonic tras las desvelas. Y el tiempo, ufano, reaccionario, desafiante y cabrón, le miraba con esos ojos burlones en cuaderna vía.
Soñaba, sí. Al fin y al cabo. Veía la vida, perra y vieja, pasar.
Sintiendo que todo estaba en su sitio.
Que nada, en su lugar.