Volantes al son de un mercedes.
Semáforos lloviendo. Pasos. Corceles.
Llevando las horas a un mar de calles, de frenos.
De profesión taxista.
De casta trapecista.
No entendía que la vida corriera tan deprisa, sin preguntar. No entendía esas malas pasadas.
No quería dejar de ser sin transportar. No podía vivir su sino sin opinar.
Tres meses antes, su mujer, sin avisar siquiera, murió delante de él, sentada en el sofá. Le dolía la cabeza acusó. Le dolía la vida, pero nadie le entendió.
Atónitos, asistieron a ese drama natural para el que nadie compró etiqueta.
Y sin embargo, cuatro palabras después, hinchando el pecho y mirando atrás, dejó de mirar al cielo sin contemplar. Dejó de pensar en dramas, en fechorías. En dichas que pecan de suerte. En noches que no se olvidan.
El quiso seguir. Hablar de hechos.
Luchar sin armas, matar despechos.
Coger por los cuernos a sus desdichas.
Tomar, vivir, sorber la vida misma.
Hablar de noches. De corajinas.
De como la están jodiendo los socialistas.
El chico, sentado atrás.
No sabía sino asentir.
Sin consultar.
Miradas tristes.
Cristales rotos.
Sin clases grises tras los despojos.
Sin nada que hacer.
Nada que luchar.
Él chico, triste, llegó a su hogar.
Quédese con el cambio.
Su confesión.
Ego te absolvo.
Su rendición.
Una vez más...
ResponderEliminar